domingo, 3 de agosto de 2008

Una tragedia greco doméstica




Un día te despiertas, llegas como puedes hasta la cocina, pones a colar un cafecito y antes de abrir la nevera, en cuanto tocas la puerta sientes que algo no anda bien. Aunque suene cursi, es un problema de vibra. No dije como de vibra, dije con toda claridad que es un problema de vibra, de vibración. La nevera no vibra, no está haciendo sssssnnn. Y entonces –porque puede ser que no estés bien despierta, que tus sentidos no hayan salido de la cama todavía– le pegas el oído pero, nada. Sin quitar la oreja pegas el cuerpo para ver si es que no te están llegando las vibras, y nada. En la misma posición la abrazas, la abrazas así con fe, con esperanza, subes los brazos, pegas más el cuerpo, quieres sentir ¡necesitas sentir que ese mamotreto vibre! Anhelas escuchar ese discreto ssssnnnnn y allí se te viene el alma al piso y, mientras sigues el recorrido de tu alma te topas con el charquito delator y te llega la certeza: la nevera se jodió. Y me perdonan pero es que las neveras no se dañan, no se echan a perder, no dejan de funcionar. La nevera es vital, insustituible, imprescindible y además, gigantesca. Está plantada en mitad de la cocina cargada de la esencia de la vida, o sea, nuestra papa.

Y entonces te sirves el café y piensas: “¿Cómo es que se llama el técnico de la nevera?” “¿Dónde será que anoté el teléfono?” “¿Y de qué me sirve saber dónde fue que lo anoté si no tengo idea de cómo se llama el señor?” Y empiezan las llamadas, desesperadas:

–Aló, Mari.

–…

–Mal

–…

¬–Se jodió la nevera

–…

– Gracias, yo sé. Necesito que me ayudes porque no me acuerdo cómo se llama el técnico ¿te acuerdas que yo te lo recomendé una vez?

– …

– No te acuerdas cómo se llama… Cómo es posible que no te acuerdes cómo se llama.

– …

– ¡Porque yo estoy en estado de shock, mijita! ¡Me acabo de encontrar la nevera muerta en la cocina! ¡Un poco más de sensibilidad, por favor!

– …

– Te lo agradezco.

Aparece Jairo –que así se llama- pero no puede venir sino hasta mañana y, como las neveras no se dañan a mitad de quincena sino cuando están taqueadas de comida, viene la otra parte: la repartición de bienes. Entonces anotas: la del 9-4 aceptó un paquete de milanesas de pollo y medio kilo de carne molida. 9-1: carne guisar, falda y chuletitas de cochino. Conserje: 1 pollo y dos envases con caldo de res.

Cuando llega el técnico una lo recibe como si fuera Salud Chacao que vino a atender a un familiar cercano. El hombre hace un par de preguntas mientras la voltea, saca UN (uno) destornillador, hace lingui, lingui por aquí, taqui taqui por acá y sin desarmar nada diagnostica:

–Doñita, esto es el compresor.

Nunca “tranquila, señora, era este cablecito suelto” o “¡que suerte, SEÑORA, era un fusible quemado”. Siempre es el compresor, o el motor, o los dos.

Y es en ese instante, al enterarte del monto de la cuenta, cuando quisieras ser griega (clásica) para, después de pegar el más estruendoso de los alaridos, salir corriendo e irte a vivir al Olimpo.

Inflación: ríndete, te tenemos rodeada





Ayer fui, como acostumbro, a hacer el -y que- mercado quincenal pero esta vez la sensación de inseguridad y la angustia con que últimamente llegaba al local fueron desterrados de mi estado de ánimo por una confianza y alegría avasallantes: Yo –me dije allí paradita, sosteniendo con fuerza mi carrito– soy una embajadora de la deflación. Así pues, con mi frente en alto y animada por una fanfarria interior –¡Ta-raríiii! ¡Contra la inflación: el regateo!– traspasé el umbral de esa guarimba económica como bien las bautizó el Min Popop de agricultura.

Por primera vez en años no revisé los precios del aceite, simplemente agarré la marca que siempre quise comprar y nunca pude; tampoco me molesté en preguntarle al carnicero a cómo estaba el kilo de carne de segunda, tras saludarlo le sonreí y para su sorpresa le pedí un kilo de bisté de lomito cortado más bien gruesito y cuatro pechugas de pollo ¡sin hueso! En la charcutería fue igual: “medio kilo de jamón decente, medio del queso que sabe, ¡hasta me atreví a pedir ciento cincuenta gramos de aceitunas negras para el cumpleaños de mi gordito!
Pasillo por pasillo fui metiendo en el carrito: papel tualé que seca; jabón que echa espuma; leche leche, no ese bodrio que llaman algo así como parece leche pero no es; diablitos jundergüu (¡en la casa no lo van a creer!); ¡salsa de tomate kechu! (hacía aaaños); dos kilos de café ¡por fin diosito! Compré huevos, me arriesgué a llevar el kilo completo de cebolla y de tomate, agarré dos pimentones medianos en lugar del más chiquito que solía llevar, en fin… fui feliz, porque, más que un mercado decente, estaba a punto de hacer patria.
Llegué a la caja y, mientras ponía cada producto sobre la cinta transportadora repasaba mi discurso liberador ensayado durante toda la semana. No me va a pasar como con el pan: Una semana pateando calle en busca de una panadería que vendiera el producto más barato y, aparte de insultos, pan chimbo y la pérdida de la pediquiur no conseguí más nada. Respiré profundo e invoqué al santo patrono del regateo en supermercados, Elías Jaua.
–Cuatrocientos cincuenta y seis con setenta y cinco, mamita.
–(¡Ohmmm!) ¿Cuánto?
– Cuatrocientos cincuenta y seis con setenta y cinco, madre.
–(¡Ooohmmm!) ¿Y no me puedes hacer una rebajita… mami?
Su respuesta fue, rompiendo nuestra sólida relación materno maternal y sin que mediara ni una mirada torcida, agarrar el micrófono y vocear: “Atención, Popopita en caja tres, se solicita personal de seguridad. Repito…”.
–Doñita (doñita… sssmdre), por favor, si no quiere pagar tendrá que abandonar el local– me dijo un hombre muy grande vestido de negro.
–¡Pues no me pueden negar mi humano derecho humano al regateo!
_OK. Ya regateastesss, ya se te dijo deque no, te me vasss…
–¿Y mi compra?
_En Mercal, mi doña, allá le respetan todos los derechos.
–¡Pero allá no venden diablito!
–¡Y aquí no nos subsidian! Chao te dije ya.

Reinserción




No voy a decir que todos para no provocar protestas pero un altísimo porcentaje de los venezolanos (y americanos en general) paralizamos nuestras actividades para ver cómo Ingrid decía mientras hablaba por teléfono: “Mamá, estoy libre”. Yo lloré. Lloré, suspiré
y me agarré el corazón.

Después la vimos salir del avión y abrazar a su mamá, las vimos besarse, tocarse, agarrarse la cara y besarse mil veces más. Volví a llorar. Después vimos aparecer a los otros rescatados, todos menos los gringos. A todos los trajeron, retrataron, abrazaron, apuchungaron, entrevistaron y pasearon. Ellos se abrazaron en cambote,
se hicieron carantoñas, se echaron flores. Cada uno -según sus niveles de pepasomadismo- susurró, habló o gritó su dicha. Y se tocaban y sobaban y aceptaban el contacto con cualquier mano que se estirara hacia ellos, como para saciar una necesidad de contacto humano contenida durante años.

Pocas horas después volvieron a aparecer, ya más serenos y organizados pero con la misma ropita, se ve que los habían llevado a hacer pipí, lavarse la cara, comerse una cosita y volver a abrazar a la familia. No tenían aspecto de que los hubieran llevado al hospital a sacarles alguna radiografía o manque fuera una gotica de sangre. En esta oportunidad cada uno desahogó algo de sus emociones y empezaron todos a compartir sus angustias.

Al día siguiente volvimos a moquear cuando Ingrid se encontró con sus muchachitos y al escuchar a cada madre responder casi como si se hubieran puesto todas de acuerdo que lo que más ansiaban era agarrar al hijo y besarlo, abrazarlo y besarlo, apretarlo y besarlo hasta perder las fuerzas. Supimos cómo las familias de cada rescatado habían divido las responsabilidades una vez recuperada la calma después de conocer la noticia: mientras una mitad de la prole iba a la capital a re-rescatar a su muchacho, la otra se quedaba en casa preparando la bien llegada. Unos ensayaban serenatas, otros planificaban la bailanta y en algunas ciudades hasta templete estaban montando. En todos los casos participaba la comunidad entera.

Hasta ese momento no supimos de siquiatras, asistencia emocional, mucho menos aislamiento profiláctico como pasó con los pobres gringos a quienes desaparecieron y encerraron para someterlos a inspección en aras de un supuesto proceso de reinserción. Me dio una lástima… con los gringos.

El gobierno colombiano hizo el proceso al revés: primero el apuchungue después el jurungue porque debe estar, como todos, convencidísimo de que los rescatados tienen –mínimo- leishmaniasis pero que la mejor manera de comenzar ese proceso de reintegrarse a la vida es con amor y alegría y euforia y contacto humano. Yo sentí que, no sólo se reinsertaban ellos, nos reinsertábamos todos.

Ese ejemplo palpado en los abrazos y las lágrimas, los besos y declaraciones emocionadas pero serenas ayudó a toda una sociedad a aprender y comprender que el camino es otro, distinto al del odio, el rencor y la venganza.