miércoles, 12 de mayo de 2010

La muerte en numeritos

(Ilustración: Rogelio Chovet)


Tarde de tormento. La niña tiene prueba de matemática. Otra vez nos enfrentamos al cuestionario existencial que nos ocupa, nos sacude, nos martiriza cada víspera de examen. Ella, con la vehemencia de su edad y el desasosiego de quien no entiende más allá del dos más dos es tanto, interpela a la vida: “¿Para qué me va a servir todo esto cuando esté estudiando arte”.
En su angustia, pobrecita, siempre busca la mirada de ese ser que ella supone fue puesto en su camino para proporcionarle paz, serenidad de espíritu o, al menos, cierta calma: su madre, o sea yo. Yo que todavía sumo con los dedos, resto igual pero en voz alta y cuando me toca dividir tengo que poner los ojos en blanco y sintonizar la mente en alfa - omega. Es tan seria mi aversión por las cuentas que el cálculo renal hasta me resulta amigable.
La verdad es que no sé qué espera ella de mí. Quizás que le pase la mano por la cabeza y le diga, con escasa convicción, que sí puede, que falta poco, que...
Pues eso —y gestionar las clases particulares— es lo que he estado haciendo desde que, años atrás, me pidió ayuda para multiplicar unos quebrados. Ese día, aterrada ante la idea de tener que calcular en zig zag —que es como recuerdo que se sacan esas cuentas— con toda honestidad me declaré incompetente y le dije: hijita, busquemos ayuda profesional. Ese mismo día aprendió que las madres no somos perfectas y ese día, también, comenzó a pulirse en el arte de jugarme quiquirigüiqui con los vueltos.
Ahora, cuando escucho al insigne, paciente, heroico cuñado Enrique hablarle de cosas como “menos infinito” tiemblo y hasta llego a justificar cualquier mala calificación. Si ya el concepto de lo que no tiene principio ni fin la martiriza, ponerla a pensar en infinito, pero en versión disminuida, bastará para que se quede divagando en el examen y raspe.
No sé, si como a mí, se le habrá ocurrido que la definición de identidad trigonométrica: una relación que es cierta para todos los valores de la variable considerada, es lo más cercano a la justificación de una infidelidad. Quizás, como yo, piense que hablar de “números complejos” es una de las redundancias más aberrantes que haya producido la mente humana. Me pregunto si tiene que esforzarse en dejar de pensar en el “de Oro” cuando le hablan de “binomios”. Quisiera saber —con cierto recelo, para que negarlo— qué ideas pasan por su mente cuando le piden que pase de la “forma rectangular” a la “Polar”. Me desvelo calculando el daño que habrá generado en su frágil espíritu creativo el tener que buscar barbaridades tales como la “concavidad de una parábola”.
¿Sufrirá mucho mi pequeñita? No me atrevo a preguntarle. ¿Habrá heredado la agudeza de su madre para jurar que la única explicación de una “progresión geométrica” está en la factura del mecánico? ¿Habrá podido dar una explicación más razonada al término “enésimo” que no fuera: “es el número favorito de mi mamá cuando me tiene que repetir las cosas más de una vez”? ¿Creerá, como yo, que lo más cercano a una “raíz imaginaria” es un apio con alitas de pollo, listo para la sopa?.
Yo me pregunto, como ella, ¿para qué? ¿Acaso alguien vendrá a decirnos en la tarde de un viernes quince, cuando finalmente lleguemos a la taquilla del banco “Consideremos la progresión aritmética de razón r dada por: {an}=a1, a2, a3, ..., an, an+2, an+1 …”
... Aunque, para como están las cosas, hasta de repente.
 
 
 
 

 

sábado, 8 de mayo de 2010

En el Día de la Madre


Referéndum consultivo


Yo diría, sin temor a exagerar, que mi familia materna es grande. Las habrá más numerosas, no lo dudo, como la de mi tía Belencita, que confesaba haber tenido 15 hijos vivos y quien, la última vez que le pregunté cuántos nietos contaba, me respondió: “creo que 60”. Pero igual, cuando mis abuelos vivían sumábamos un total de 36 almas. Ellos vivían en un apartamento de tres habitaciones y dos baños y allí, en esos escasos noventa metros cuadrados, nos reuníamos todos a celebrar cualquier cosa, hasta el Día de la Madre.

Cada grupúsculo familiar llegaba precedido por una mujer llena de guirindajos realizados en plastilina, papel maché o bizcocho de arcilla. En su cartera llevaba tantas tarjetas como hijos tuviere, cada una llena, entre arabescos y flores, de promesas de amor eterno y futura buena conducta. La escoltaba un racimo de bullangueros muchachitos que se peleaban por ser los primeros en abrazar a la abuelita y entregarle los regalos. Hecho el loco, el papá cerraba la comparsa.

Supongo que debe ser lindo recibir ofrendas de tanta gente que lo quiere a uno. Cuando mi abuela murió sacamos de los armarios decenas de bolígrafos, unos ocho teléfonos, cientos de portarretratos, docenas de dormilonas, cualquier cantidad de libretitas de teléfono, varios juegos de tacitas para el café, todo en sus cajitas y sin estrenar.

De las 36 personas que asistíamos a rendirle homenaje a la... Reina Madre, 20 éramos menores de edad y como tales, nuestra actividad favorita, especialmente cuando estábamos hacinados, era pelear. Peleábamos por agarrarle la mano a la abuela; por usar el vaso de flores rosadas; por estar junto, a los pies, detrás o, simplemente cerca de la abuelita; por un espacio debajo de la cama de la abuelita a la hora de jugar al escondite; por un codazo dado con saña en pleno juego de la ere y, al momento de comer, peleábamos hasta por un espacio en el bidet que nos permitiera ingerir ese tardío almuerzo con cierta dignidad. Éramos niños, ya lo dije. A esa edad conceptos como dignidad, amor o discreción son bastante primitivos.

Mientras, al grito de “¡niii-ñooo, cuidado con... (el florero, tu prima, el balcón, la abuelita, en fin)!” las madres intentaban mantener coherentes sus espasmódicas conversaciones. Entre tanto, ellos, los padres, seguían haciéndose los locos.

Nunca comprendí por qué siempre comíamos chupe. Por un tiempo, siendo ya adulta, pensé que era por motivos prácticos pero, cuando empecé a lidiar yo misma con muchachos que insisten en correr aún cuando lleven en sus manos un plato lleno de sopa, me asaltaron las dudas otra vez. Si a ver vamos, más seguros son los sánduches.

También ahora, después de vieja, pienso mucho en mi pobre abuelita; en las condiciones físicas y mentales, pésimas, seguramente, en las que estaría cuando teníamos a bien despedirnos. El mismo pensamiento se lo dedico a mi mamá y sus hermanas. Esos almuerzos los preparaban ellas, los llevaban, calentaban, servían, obligaban a comer, recogían y fregaban ellas porque ellos, no debemos olvidar, seguían haciéndose los locos.

En estos días la situación no ha cambiado mucho. Quizás haya algunas familias más cortas y otras más prácticas que prefieran encargar la comida o llevar a la homenajeada a hacer una hora de cola en un restaurant. Tal vez ahora haya hombres que, por aquello de la evolución de las especies, hayan comenzado a perder la capacidad de hacerse los locos y a desarrollar la facultad de organizar un buen almuerzo familiar sin asistencia femenina. Es probable que los regalos sean un poco más razonados y que los niños corran menos porque están pegados a la tele. Lo que sí es cierto es que todavía tenemos que –además de seguir participando del trillado chiste de “(cualquier cosa) para mamá” y sonreír (más por compasión que por adhesión)– ese día, salga sapo, salga rana, tenemos que seguir ejerciendo y, como dije alguna vez, hasta donde sé, cuando llega la fecha de homenajearlas, a las secretarias les dan el día libre.

La pregunta referendaria es:
Mujer. Madre. Mamá. Di, con el corazón en la mano y sinnn que te quede nada por dentro, qué prefieres:

A: La tradicional celebración de ese al que han dado por llamar “tu día”.

B: Que no te regalen nada pero a cambio te den el día libre; que salgan todos y te dejen en casa, solita, dueña y señora de tus pantuflas, de tu libro, de tu control de la tele, de tu tiempo, de tus pensamientos y de tus chucherías.


Favor enviar respuestas a la siguiente dirección:

anablack22@gmail.com

@AnaBlackLl

Paso y gano

        
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Salir de casa con un collar de bolas de plastilina, un gancho para el pelo hecho de palitos de helado, una pulsera de pitillos o un monedero de cachitos pulidos no es ni remotamente lo que una mujer considera el colmo del glamour . Como tampoco la máxima felicidad dominguera sea desayunar, a las siete y media de la mañana, chicharrón de huevo en caldo de aceite, carbón de pan y café frío con nata, todo bañado con el agua que se derramó del vaso en el camino del fogón a la cama. Mucho menos llegar a la cocina y encontrar un campo de batalla culinario donde, sin que se entienda por qué, si el platillo servido no llevaba harina, la haya regada por todas partes; o que el frasco de aceite recién comprado esté vacío y su contenido regado por el piso, las hornillas y las manillas de los gabinetes, o que como en concienzudo inventario, hayan sido sacados (y usados) todos los utensilios de cocinar, desde la aguja de coser el pavo hasta la olla de las hallacas.
Después de la sacrificada ingesta del desayuno sigue en el programa la entrega de regalos y tarjetas contentivas de solemnes juramentos de buena conducta y amor incondicional, que duran lo que tarda la mamá en abrigar sospechas, siempre en medio de empujones, de ``la mía primero!'', ``ese pitillo es de mi regalo'', o ``mamá, castígalo que rompió mi lazo!''. Si existe un padre viviendo bajo el mismo techo, se recibirá como regalo una de éstas tres inmancables alternativas, a saber: a) un par de zapatos feos y de otra talla; b) una dormilona Barbizon como para la abuelita y c) entregado con la picardía de quien regala un adminículo pornográfico, una moderna plancha a vapor!
Una vez recogido el maremágnum de papeles, lazos, pitillos realengos y pegotes de plastilina; luego de hechas todas las camas y limpiada la cocina, se engalana la mujer con las prendas al comienzo descritas y sale escoltada por sus retozones y ufanos hijos a continuar la celebración en casa de abuelita, quien ha estado cocinando desde la víspera todo un banquete para saciar el hambre de sus descendientes, que tan bellos ! vienen a agasajarla en su día. Otra alternativa es ir a un restaurante a hacer interminables colas y almorzar volando para desocupar la mesa.
El día de la madre fue invento de un degenerado que odiaba a la suya y que en una noche de creativo desvelo, dio con la manera de amargarle, en un solo día, todo el año. Lo calculó todo fríamente, desde los regalos inútiles hasta la justificación necia de hacerle un merecido homenaje a Mamá.
A los bomberos no les celebran su día prendiéndole candela a una fábrica de cauchos, ni a las secretarias poniéndolas a organizar los archivos de atrás para adelante. ¨Por qué a las madres nos obligan ese día a ejercer con más frenesí que el resto del año? Merecido homenaje sería que nos dieran el fin de semana libre. Que los reales gastados en zapatos, cuotas iniciales de lavadoras y almuerzos en la calle, fueran invertidos en distraer a la familia y damos el enorme placer de disfrutarlos a distancia.
 
@AnaBlackLl