martes, 13 de mayo de 2008

Patán endógeno




Pues sí. Eso me enfurece. Eso saca lo peor de mi, me transforma en una señora amargada y, más que protestona, revirona, que a las cosas debemos llamarlas por su nombre.
El otro día en la pana(dería), donde se niegan a adoptar el sistema del numerito para despachar, estábamos como siete personas esperando con toda paciencia hacer cruce de mirada con alguna de las empleadas –quienes, definitivamente, han sido entrenadas para mirar al piso incluso cuando están exprimiendo naranjas- para hacer el pedido cuando llegó un hombre preguntando a grito pelado desde la puerta de qué eran las empanadas ese día. “Este se va a colear” le susurré a mi hija, entre dientes y en estado de pre amargura. “Ma, por favor, no empieces” me dijo con toda la angustia que puede generar conocerme. “¡Jnmj!” me dije a mi misma y para mis más íntimos adentros, y aún así la carajita me oyó, e insistió, tan cándida: “Ma, por favor, te lo suplico”. Pero, ya era tarde, el hombre, en efecto y para su desgracia personal, se plantó a mi lado y ordenó par de empanadas de queso y un marrón grande. Como todo el que se colea no pidió por favor, mucho menos dio los buenos días. Llegó, pasó por encima de todos y ordenó. Y salí yo, y a voz más en cuello que la de él le hice saber que se estaba coleando, que éramos siete antes que él esperando pacientemente ser atendidos, que esperara su turno, en fin… Pero a pesar de verse rodeado por miradas nada amigables de toda la concurrencia, incluida la endógena de la panadería, al tipo le importó un pepino. No logró su cometido pero, le importó un pepino.

Cuando estaba pagando sentí una cosa que me resollaba en el cogote y una voz que me decía: “Soy tu karma, mamita, te persigo”. ¡Y se quiso colear! Entonces, me llegó la iluminación divina (si es que tal cosa existe). Lo entendí: todo el que se colea es bruto congénito; necio irreversible, escaso mental innato, un patán endógeno porque, es que hay que serlo, no sólo para cometer semejante desafuero sino para, una vez consumada la fechoría tener lo que la gente decente llama “el tupé” de replicar, como la de la mujer que pasó junto a más de diez carros que esperaban para entrar a un estacionamiento en Chacao y se topó con mi hermana Marisol, segunda en la fila de un ardiente mediodía, y cuando mi consanguínea abandonó su unidad para hacerle ver el largo de su arbitrariedad, la infractora le espetó: “¡Ay, mija! ¿y te vasssarrechar por eso?”.

Lerda orgánica.

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