domingo, 3 de agosto de 2008

Inflación: ríndete, te tenemos rodeada





Ayer fui, como acostumbro, a hacer el -y que- mercado quincenal pero esta vez la sensación de inseguridad y la angustia con que últimamente llegaba al local fueron desterrados de mi estado de ánimo por una confianza y alegría avasallantes: Yo –me dije allí paradita, sosteniendo con fuerza mi carrito– soy una embajadora de la deflación. Así pues, con mi frente en alto y animada por una fanfarria interior –¡Ta-raríiii! ¡Contra la inflación: el regateo!– traspasé el umbral de esa guarimba económica como bien las bautizó el Min Popop de agricultura.

Por primera vez en años no revisé los precios del aceite, simplemente agarré la marca que siempre quise comprar y nunca pude; tampoco me molesté en preguntarle al carnicero a cómo estaba el kilo de carne de segunda, tras saludarlo le sonreí y para su sorpresa le pedí un kilo de bisté de lomito cortado más bien gruesito y cuatro pechugas de pollo ¡sin hueso! En la charcutería fue igual: “medio kilo de jamón decente, medio del queso que sabe, ¡hasta me atreví a pedir ciento cincuenta gramos de aceitunas negras para el cumpleaños de mi gordito!
Pasillo por pasillo fui metiendo en el carrito: papel tualé que seca; jabón que echa espuma; leche leche, no ese bodrio que llaman algo así como parece leche pero no es; diablitos jundergüu (¡en la casa no lo van a creer!); ¡salsa de tomate kechu! (hacía aaaños); dos kilos de café ¡por fin diosito! Compré huevos, me arriesgué a llevar el kilo completo de cebolla y de tomate, agarré dos pimentones medianos en lugar del más chiquito que solía llevar, en fin… fui feliz, porque, más que un mercado decente, estaba a punto de hacer patria.
Llegué a la caja y, mientras ponía cada producto sobre la cinta transportadora repasaba mi discurso liberador ensayado durante toda la semana. No me va a pasar como con el pan: Una semana pateando calle en busca de una panadería que vendiera el producto más barato y, aparte de insultos, pan chimbo y la pérdida de la pediquiur no conseguí más nada. Respiré profundo e invoqué al santo patrono del regateo en supermercados, Elías Jaua.
–Cuatrocientos cincuenta y seis con setenta y cinco, mamita.
–(¡Ohmmm!) ¿Cuánto?
– Cuatrocientos cincuenta y seis con setenta y cinco, madre.
–(¡Ooohmmm!) ¿Y no me puedes hacer una rebajita… mami?
Su respuesta fue, rompiendo nuestra sólida relación materno maternal y sin que mediara ni una mirada torcida, agarrar el micrófono y vocear: “Atención, Popopita en caja tres, se solicita personal de seguridad. Repito…”.
–Doñita (doñita… sssmdre), por favor, si no quiere pagar tendrá que abandonar el local– me dijo un hombre muy grande vestido de negro.
–¡Pues no me pueden negar mi humano derecho humano al regateo!
_OK. Ya regateastesss, ya se te dijo deque no, te me vasss…
–¿Y mi compra?
_En Mercal, mi doña, allá le respetan todos los derechos.
–¡Pero allá no venden diablito!
–¡Y aquí no nos subsidian! Chao te dije ya.

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