domingo, 3 de agosto de 2008

Reinserción




No voy a decir que todos para no provocar protestas pero un altísimo porcentaje de los venezolanos (y americanos en general) paralizamos nuestras actividades para ver cómo Ingrid decía mientras hablaba por teléfono: “Mamá, estoy libre”. Yo lloré. Lloré, suspiré
y me agarré el corazón.

Después la vimos salir del avión y abrazar a su mamá, las vimos besarse, tocarse, agarrarse la cara y besarse mil veces más. Volví a llorar. Después vimos aparecer a los otros rescatados, todos menos los gringos. A todos los trajeron, retrataron, abrazaron, apuchungaron, entrevistaron y pasearon. Ellos se abrazaron en cambote,
se hicieron carantoñas, se echaron flores. Cada uno -según sus niveles de pepasomadismo- susurró, habló o gritó su dicha. Y se tocaban y sobaban y aceptaban el contacto con cualquier mano que se estirara hacia ellos, como para saciar una necesidad de contacto humano contenida durante años.

Pocas horas después volvieron a aparecer, ya más serenos y organizados pero con la misma ropita, se ve que los habían llevado a hacer pipí, lavarse la cara, comerse una cosita y volver a abrazar a la familia. No tenían aspecto de que los hubieran llevado al hospital a sacarles alguna radiografía o manque fuera una gotica de sangre. En esta oportunidad cada uno desahogó algo de sus emociones y empezaron todos a compartir sus angustias.

Al día siguiente volvimos a moquear cuando Ingrid se encontró con sus muchachitos y al escuchar a cada madre responder casi como si se hubieran puesto todas de acuerdo que lo que más ansiaban era agarrar al hijo y besarlo, abrazarlo y besarlo, apretarlo y besarlo hasta perder las fuerzas. Supimos cómo las familias de cada rescatado habían divido las responsabilidades una vez recuperada la calma después de conocer la noticia: mientras una mitad de la prole iba a la capital a re-rescatar a su muchacho, la otra se quedaba en casa preparando la bien llegada. Unos ensayaban serenatas, otros planificaban la bailanta y en algunas ciudades hasta templete estaban montando. En todos los casos participaba la comunidad entera.

Hasta ese momento no supimos de siquiatras, asistencia emocional, mucho menos aislamiento profiláctico como pasó con los pobres gringos a quienes desaparecieron y encerraron para someterlos a inspección en aras de un supuesto proceso de reinserción. Me dio una lástima… con los gringos.

El gobierno colombiano hizo el proceso al revés: primero el apuchungue después el jurungue porque debe estar, como todos, convencidísimo de que los rescatados tienen –mínimo- leishmaniasis pero que la mejor manera de comenzar ese proceso de reintegrarse a la vida es con amor y alegría y euforia y contacto humano. Yo sentí que, no sólo se reinsertaban ellos, nos reinsertábamos todos.

Ese ejemplo palpado en los abrazos y las lágrimas, los besos y declaraciones emocionadas pero serenas ayudó a toda una sociedad a aprender y comprender que el camino es otro, distinto al del odio, el rencor y la venganza.

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