martes, 25 de marzo de 2008

Piscina tempurizada

Ana Black


¡Que tierra bendita ésta! Pienso cada vez que me toca lanzarme a la piscina, aunque eso de lanzarme es una especie de pretensión, una clase de añoranza de aquellos tiempos cuando de verdad me pegaba los propios clavados. Ahora no, ahora, con toda la dignidad que me inspira el culillo a hacer el ridículo, me siento con elegancia en el borde, meto los pies en el agua y ¡cha-plash! me dejo caer con suavidad. Acto seguido emprendo una caminata –quique para calentar- de cuatro piscinas, mientras lo hago voy recogiendo de la superficie hojas de árboles, pedazos de plástico, cadáveres de abejas, mariposas que se resisten a morir ahogadas, pétalos, ramitas y toda una variedad de desperdicios, bio degradables o no, que van a caer a la alberca a lo largo del día. Esto lo hago, más que para distraer el aburrimiento, con el fin de protegerme de un ahogamiento por ingestión de vainas raras como las arriba mencionadas, u otras. Es que ya me pasó: iba a culminar los novecientos metros nadados con el bofe a flor de boca cuando, de repente, en lugar de la bocanada de aire que me impulsaría por penúltima vez a la meta, me tragué una hoja de jabillo, la cual, por el ahogo que me produjo me pareció más bien de yagrumo. De más estará narrar el espectáculo que pudo representar esta señora, tan digna, tan decente, tan toda combinadita en azul, parada a la altura de los veinticinco metros, aleteando en el aire y botando hojas y pestes por esa boca.

Sí, pero, de todas maneras sigue siendo una bendita tierra ésta, que permite nadar a pleno sol en cualquier época del año, sin techos, ni luces artificiales, ni artilugios eléctricos ¡que peligro! para atemperar el agua. Pero ¡coño! también tanta tropicalidad representa el más grave peligro para la vida de los atletas. Y no sólo la tropicalidad ambiental sino la mental (que ya sería, entonces, tropicalismo ¿no?) porque, si de la superficie recojo cada día tal muestra de la flora y fauna local, no les quiero contar lo que yace en el fondo. Uno va: dos brazadas, respiración, dos brazadas “¡mira, una pluma de colibrí!”; brazada, brazada“¡épale, quéseso! de regreso investigo”. Respiración, brazada “¿un chigüí? ¡nooo!” brazada.

Y así se le pasan al que va nadando brazadas, respiraciones, metros y vueltas, en el pleno disfrute de una especie de espectáculo sub albercal sólo visto en estas latitudes, como un museo submarino pero sin tiburones ni focas, como no sean los otros que se ejercitan.
Gracias a que casi nunca le pasan la escoba acuática a eso que ya va siendo un micro ambiente acuoso, los que nadamos disfrutamos de ese nuevo hábitat, de un mundo natural completamente nuevo generado por el ambientalismo tropical hasta que, como me sucedió ayer, caemos en cuenta y nos invade el pánico: es como estar nadando en un caldo vegetal, en un aderezo gigantesco que se ha ido preparando poco a poco, día a día, semana a semana. El terror me entró cuando mi creatividad, azuzada por la hiperventilación del ejercicio, le añadió harina a la preparación y entonces me vi convertida en un gran tempura humano.

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