martes, 25 de marzo de 2008

Un tímido toque a la puerta


Ana Black












“Cada iglesia piensa que tiene la llave”,
dice Chagall,
“cuando yo pienso que la puerta se abre sola”.





Mi hija Victoria tenía apenas 5 días de nacida cuando murió Chagall. Creo que es la única noticia de muerte que me ha hecho sonreír. Mientras mecía a mi bebé y le daba golpecitos en la espalda reverencié al pintor que –al menos a mí- nunca me mostró razones para pensar en la tristeza, y eso es de reconocer. Le agradecí el haber escogido un momento tan propicio para morir y me alegré al pensar que su espíritu pudiera estar escenificando su mejor pintura al poder volar ¡por fin! sobre los tejados de Saint-Paul-de-Vence.

Chagall no fue la primera persona hebrea contemporánea de quien yo tuve noticia. Ya mucho antes Anna Frank había hecho mella en mi ánimo, fue ella quien logró que me cayera una de las más importantes lochas de mi vida, por ella pronuncié ese “¡Tsch! ¡Aaah…! ¡Ya-aaa…!” que, acompañado de un sutil movimiento de cabeza, nos decimos en la más estricta intimidad de nuestros pensamientos al tener una revelación que resulta, además de abrumadora, obvia. Por ella descubrí que los judíos no eran seres meramente bíblicos. Con toda humildad suplico que me entiendan: mientras fui niña mis referencias del mundo hebreo eran… eso, evangélicas, estaban basadas en pasionales reseñas que hacían los curas desde el púlpito y condimentadas por la elemental subjetividad de un catecismo enseñado, tanto por las monjas españolas como por las venerables superproducciones de Hollywood. Así es que, cuando a los catorce años me topé con Anna Frank y vi sus fotos y tuve referencias reales y constaté que me contaba una historia cruel y dura pero real, supe que había sido una adolescente como yo, que había vivido en el mismo siglo en el cual también yo había nacido. Cuando leí el Diario, el gran desvelamiento fue que los judíos eran de verdad. Por ella supe que habían logrado trascender la Biblia y llegar a nuestros tiempos, entonces fue cuando me dije moviendo la cabeza de arriba a abajo: “¡Tsch! ¡Aaah! ¡Ya-aaa…!”.

Esa revelación tan ingenua fue la primera de varias, por fortuna no tan desproporcionadas. Otro fue Larry Harlow. Durante mucho tiempo disfruté de su música y muchas veces escuché que lo anunciaban como “El Judío Maravilloso” antes de que empezara sus grandes solos al piano. Por años pensé que el alias era otra picardía de los salseros, alguna referencia anecdótica de los músicos de la Fania hasta supe que este hombre, una de las más grandes estrellas de la salsa brava, era, en efecto, hijo de hebreos, que no se llama Larry Harlow sino Lawrence Ira Khan y que, como contó en una entrevista: “años después me hice santero a causa de la música y el baile. ¡So-óoo!”. Pues bien, ahora resulta que, además de no ser bíblicos, tampoco son circunspectos y les gusta la salsa. De ñapa, cuando intenté –llena de respeto- referirme al “Hebreo Maravilloso” pude finalmente deslastrar de toda carga despectiva al adjetivo que intentaba sustituir.

A Chagall lo descubrí de a poquitos. Tuvo el buen tino de revelarme algo cada vez que lo encontraba: la tierna y alegre levedad de sus imágenes, los colores, las historias del pueblo hebreo y sus fiestas; viendo su obra logré romper la relación que había construido entre el pueblo hebreo y la tragedia. Chagall me enseñó que aunque han sufrido, también han amado y han sido felices. Y se lo agradecí porque, de inmediato, dejaron de ser lejanos y atormentados para ser cercanos y amables.

Pero, cuando supe que el Cristo más hermoso que había visto en toda mi vida lo había hecho un judío para una catedral cristiana, comprendí por fin que, como él mismo lo dijo, el problema no está en la llave. Que no son los grandes prejuicios los que nos alejan, son los pequeños malentendidos los que nos mantienen distanciados.


anablackll@gmail.com

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